Cuando el poeta crea en soledad
y mira ese barrunto opaco de la tarde,
su crepúsculo mismo
—boceto en ocres de derrota y lejanía—,
bloquea sus ventanas, bien herméticas,
para sufrir la noche que lo tumba de bruces,
lo acosa, lo lastima y lo conduce
hasta el frío portón de la alborada.
A la mañana,
camina hacia el empleo
con posta y con reserva de caballos;
y aun así, lo vence la fatiga,
la ilusión encrespada;
y entonces sueña vomitar algunas piedras,
para cambiar de hombre
y no ya de caballo.
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