sobre las aceras abandonadas
que guardan intactos mis primeros devaneos,
cantan hoy con cierta desenvoltura:
sonetos de todo tipo: académicos, blancos, polimétricos;
silvas, pareados, versos libres sin límites de tonos,
versículos, y poemas multimétricos (como el aquí expuesto).
Me acompaña el joven vecino que sitúa su existencia
en el fondo del vaso de vino o de cerveza o de lo que sea,
un hombre libre de la vejez, de la decadencia del espíritu,
una voluntad desarreglada que nutre mis palomas
para darle una cierta susurrante emoción a mis oídos.
Siempre repite: «qué pasa que los tímidos no escriben,
no pintan sus psiquismos, no sacan el sarro de sus talentos,
y no buscan calafatear las grietas de sus barcas voladoras».
Me parece que tiene razón y que debo enmendar mi sueño;
¡sí, lo voy a hacer!, anoto, mientras apaleo el teclado rebelde
con las repeticiones de grillo dentro de mi caótico cerebro.
Cuando terminamos de batirnos
y se fue para siempre hasta sus cosas,
me tendí a componer cada noche. Y sentí el arrullo de los cisnes
que levantaban jugando sus cuellos retorcidos,
y supe cuánto triunfo valió haber echado algo de lucha
sobre la negligencia y el desorden y la inelegancia.
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