Era una muchacha brutal
de cuerpo
que golpeaba su vaso de
whisky contra la mesa
siempre que lo vaciaba (era
mi muchacha);
y el mozo, un joven tímido,
dudaba en la recarga
hasta que ella gritaba: «Viva la autodestrucción»,
hasta que ella gritaba: «Viva la autodestrucción»,
mientras amenazaba con quitarse
la blusa.
El mozo hacía coro y
volvía a cargar su vaso.
A partir de aquellos
excesos se inició mi guerra.
Necesité francotirotear a
cada señorito
que mostraba sus blancos
dientes y su sonrisa tonta,
hasta que se creó una
casta de calentones reprimidos.
El propietario me propuso que la guerra sea su guerra
El propietario me propuso que la guerra sea su guerra
y hacía que me sintiese
el dueño del bar
(el muy ladino pretendía también
a mi chica).
Por suerte estaba yo
libre de vanidad.
sin tarjeta de crédito
para ser esquilmado.
Ella, una vez, como
provocación, me interrogó:
«Si tanto te molestan
estos hombres que me persiguen,
¿por qué seguimos trasnochando
en este bajo fondo?»
Yo le dije: «Porque si aquí
te acostumbras a amarme,
me amarás muchas noches, noche
tras noche,
serás tan seductora como
una perra en celo,
me cargarás sobre tus
hombros cuando esté borracho
y crucemos los charcos de
aguas servidas,
te será indiferente que
las sillas sean de plástico,
te dará igual que el
whisky sea de maíz, Kentucky o de Georgia,
no te impresionarán los
músculos viriles, los bíceps
que pretendan lograr tu
cama con sus contorsiones.
Me amarás más allá del
aullido de la manada.
Me amarás en cada vaso de
whisky que te bebas».