Cada vez que salgo a dar
una vuelta por mi hastío
suena en mi pecho una
flauta antigua
de sonidos apagados que
rondan el silencio,
de costura de mis labios
por demonios sin trazas,
de melancolía
hermafrodita que se fecunda a sí misma.
No tengo ojos para
sostener su mirada,
no tengo cansancio
suficiente
ni hambre suficiente
ni angustia suficiente
para pedir albergue al corazón
que me tiende amablemente
su tristeza.
Por suerte existen los
paseos donde nadie puede encubrir el firmamento,
el aire se estaciona y se
emociona, se vuelve piedra inmemorial,
mientras los pájaros
siguen pasando uno a uno
como cachorros
propiciamente destetados.
Y permiten volver sobre
las espaldas dormidas de la tarde
para auscultar las
entusiastas mariposas recogidas.