No ambiciono tu cuerpo
sino la luz que de tu
cuerpo emana.
No me hechizan tus labios
sino tus besos.
Yo adoro lo intangible
que irradiaste:
tu risa, por ejemplo,
blando sonido de mi dura
soledad,
eco de la garganta
montañosa, eco
constante, eco que
regresa
de la canción que en los
cañones quietos
entonábamos juntos.
Anhelo que mi ida —¡cuánto
anhelo!—,
no arroje sobre ti
necesidad de olvido,
y sea este amor en tu
memoria
un dulce eco.