Mirábamos la vida sin conciencia,
como a
la tierra el cóndor en su altura,
con
los ojos de torpe indiferencia,
lejos
del aura y la febril locura.
Sus núcleos se abrían enigmáticos,
ahítos
de matices tentadores,
mas
éramos espíritus apáticos,
glaciales
a sus múltiples colores.
Vencida hoy la incuria por la dama
ante
el tenaz derrame del hechizo,
de
nuestro error resulta lo que hizo:
ahora
que la amamos no nos ama.
Fríamente contempla la agonía
de
nuestra ávida pasión tardía.
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