A veces, impasible, la
rutina,
como la infiel espada del
guerrero,
nos penetra sin pausa con
su acero
y en lenta saciedad nos
asesina.
Nos clava el alma con
infame esmero,
nos arrincona de la luz
divina,
y deja nuestro canto en
una esquina:
solo pueril de un grillo
lastimero.
Hay noches en que adopta
una manera
terminante de ahogarnos
en su hastío
y reprimir con su verdad
en mano.
Y otras en que, sutil y
cruel ramera,
arroja nuestro tiempo al
desvarío
esclavizante de un diván
freudiano.