Para encontrar la voz del
mudo instinto
uno debe encontrarse al
borde de la suerte
y usar potentes
microscopios
de la imaginación,
liberar las compuertas
del desorden mental,
de las palabras que hacen
enrojecer los labios
y ejercen el dominio
sobre el ansioso espíritu.
No dejar que la muerte, ni la vejez, ni el llanto,
ni el recuerdo nostálgico
de un deslumbrante amor,
formen parte primera de
la génesis.
No imaginar el mueble
donde guardan
los rudimentos de la
disciplina.
Nunca envalentonarse como
héroes,
y nunca maltratar al
propio ser.
Para encontrar la senda a
la cascada
los pasos deben ser
elevados, danzantes,
como en un éxodo hacia el
aire húmedo de la belleza,
hacia el agua que caerá sobre
la piel desnuda
y enfocará la brisa hacia
el torso mojado,
alejado lo más que se
pueda de la melancolía,
del pánico bastardo ante
la luz real.
Y seguir las huellas de
los sedientos.