miércoles, 22 de julio de 2020

El recolector de latas vacías de cerveza

Hoy tuve un encuentro con Juan, el recolector de latas
vacías de cerveza, en la villa miseria donde vive.
Fui invitado por él luego de mi insistente curiosidad
por conocerlo, estando una madrugada en el centro de la ciudad,
donde él se había arrastrado toda la noche recolectando
y yo me encontraba curioseando a pie con mi amada Marion.
Tomamos el mate de la misma bombilla (le gustó mi gesto:
el no sentir asco de sus dientes amarillos –le faltaban dos).
Él se mostró afable, con sueños de grandeza todavía
y la esperanza de saltar al polo opuesto de su realidad
y abandonar la soledad absoluta de los desheredados.
«No quiero ser rico, pero quiero vivir bien», filosofó.
Luego expuso que 75 latas vacías de cerveza pesan un kilo
y que su importe alcanza para una lata de sardina.
Su mujer lo abandonó porque en medio de tanta miseria
y vino barato era imposible mantener el fuego de la pasión.
De vez en cuando, ella venía a reclamar la manutención
para los dos hijos que trajeron al mundo. Vociferaba
cuando el pobre Juan no lograba juntar la mensualidad:
«Irás a la cárcel si vuelves a decirme que no tienes la cuota».
«Es así --le dije--: hoy en día los jueces protegen a los niños,
muy presionados por la sociedad. Temen aceptar coimas».

Aprendí a hablar su lengua, sus giros idiomáticos, sus ambiguas
expresiones, su necesidad de mancillar la opulencia, de odiar a los ricos.
Me enseñó la anarquía, la lucha contra los dueños del poder,
a saber llevar los andrajos y los panfletos izquierdistas
para extorsionar al gobierno y mamar a cada par de meses
de la teta del capitalismo salvaje (siempre reacio a la generosidad
social: «¡que trabajen, carajo, esta manga de haraganes!»).
Cuando me preguntó que hacía yo en la vida, concretamente,
y le respondí que era poeta, que escribía versos, que buscaba
la verdad y la belleza con el espíritu predispuesto a la emoción,
se le iluminó el rostro y la mirada. «¡Eres un poeta!», exclamó,
y empezó a reír con desembozo, con ganas, con ánimo renovado.
Estoy seguro de haber leído con nitidez el mensaje que trasmitía
aquella mirada ya acuosa por la revelación de compararme.
Trataba de esconder su alegría. No quería decírmelo, pero
su miraba lo decía: «Este pobre hombre, este muerto de hambre
es más digno de compasión que yo». Evidentemente, Juan
consideraba mi vida más miserable que la suya. Blandía su jactancia.