Ahora que estás muerta
sostendré los recuerdos
que me quedan
tuyos, mi inolvidable
Marion —mi nudo clandestino—,
de aquellas noches cuando
eras virgen todavía;
de aquellas calles
cómplices, abrazados siameses
bajo la sombra de los
árboles
que anulaban la luz del
alumbrado sobre tus muslos.
(En la semipenumbra,
entre besos y besos, mis
manos insistían.)
Aunque gastados sus
pigmentos
—por el andar del
desengaño que la sed de ansiedades sustentara—,
guardan tus ojos sus
profundos grises;
y en frágiles imágenes
pervive tu manera de amar,
contaminadas por el ritmo
raudo
de nuestro mundo actual
de tecnológica locura.
Rescato sin embargo
nítida tu firmeza,
tu intransigencia a mi
premura de ir al grano.
Retocar el matiz
debilitado —principalmente, tu rubor—,
de tu fragilidad y
languidez
que soportaba el viento
huracanado de mi instinto;
resucitar los jadeantes
escorpiones del amor
bajo el embrujo de
nuestras promesas:
«te amaré para siempre, vida
mía»,
mientras la noche
acompañaba
ante tu cuerpo enardecido
por las caricias previas
el sufrido calvario de mi
hombría.
Sostendré siempre aquellos
recuerdos que me quedan:
imágenes de nuestros
dioses muertos
que impresionan como
tatuajes en colores,
sueños simbólicos y
húmedos,
el afán de escalar la
montaña sagrada,
el hambre que hincaba la
pulpa del deseo
sin cerveza, sin vino,
sin ninguna droga.
Nadie podrá sacarte de mi
mente.
Ni siquiera aquel cuadro La
Gioconda
trasmite esa sonrisa
satisfecha.