Pasan como flotando en
una reverberación de éxtasis,
golpeando con sus recios
cascos la tierra arrasada.
Agradezco estar loco a la
vera del camino, absolutamente
protegido por sus
indiferentes miradas a mi existencia,
viviendo en paz, aunque
como un pobre perro abandonado.
Pero ellos no saben que
su arte es más tonta que la mía.
No saben que mi labor es
desangrarme, abrirme heridas en la carne,
y no presumir de
ornamentos vacuos: pabellones, espadas, escudos,
sobre caballos con las
crines desenredadas que juegan con el viento.
No saben que puedo
plantarles cara en una partida de truco,
y en contar las mejores
anécdotas de una prisión superpoblada.
Cultivo mi huerta: tomates,
lechugas, zapallos y amén.
Aprendí la ciencia del
buen comer (¡a cuidar las tripas, amigos!,
para no morir como
soldados ingenuamente antes de tiempo).
Descubrí que la verdadera
lucha por la vida se halla en combatir
al virus que ataca por la
propagación de los genes de Atila.