Era encarnado amor,
audaz, oculto.
Lucía el éter cóncavo,
perfecto.
Hirió la noche el tajo
azul y recto
de un cometa, cobrándose
el insulto
de la luna prendida a sus
cerrojos
mientras, hostil, el dios
de las doncellas,
negro y umbrío,
desterrando estrellas,
me denegaba los ardientes
ojos.
Al acercarme a su rubor,
su risa
arrancaba la gula
lujuriosa,
e hizo harapos la virtud
sumisa.
Dulce entierro en la
cámara pulposa
de sus labios, y en
súplica indecisa
los pétalos carnales de
la rosa.