Con la mirada dura e imponente,
observa la morbosa muchedumbre,
mientras una piadosa pesadumbre
surge de los abismos de su mente.
Intercede buscando así evitar
la locura y la sangre derramada.
Intenta de un final vano salvar
al que a Roma jamás ofendió en nada.
Mas, sabiendo que el magno cometido:
cuidar los intereses imperiales,
más allá se encontraba de los males
de la plebe y su grito enloquecido,
con hábil pragmatismo de romanos
hace que juzgue la feroz jauría,
y al ver que clama por la misma orgía
se lava la conciencia con las manos.
Más tarde, al agolparse los impíos
al paso de la cruz ensangrentada,
dice, Pilatos, con la voz hastiada:
“¿No es acaso un pleito de judíos?”.