Si el verso ya no anima
para subir curioso por la senda
de alguna histórica pasión romana;
con la severa rima,
mi asombrado mirar, mi voz descienda
sobre la sangre de la intriga humana.
Con los ojos de Homero,
la muerte sacie mi avidez sin fin,
nutra mi espíritu la cruenta gloria;
y el trino del jilguero,
la rosa lésbica en aquel jardín
del canto, hoy desprecie mi memoria.
Sólo vierta brutales
victorias con sus crímenes atroces
y sutiles intrigas palaciegas.
Poderes inmortales,
—al frente Marte—, ávidos de goces
destructivos, animen las refriegas.
Héroes consentidos
asesinados sin clemencia: Craso,
Pompeyo, César, guerreros viriles,
cayeron abatidos
por traiciones políticas, por brazo
desleal, ante cóleras pueriles.
La célebre Agripina,
con sucias ambiciones, envenena
a Claudio, despojándolo del trono;
y Nerón determina,
harto de la tutela, la condena
horrorosa para aplacar su encono.
Y como actual ejemplo
de la torcida índole del
hombre,
de su locura bélica y rencor,
vimos caer el templo
romano de Palmira, y no te
asombre
que siga el vandalismo y el
terror. ¡Ah, la barbarie humana.
Impronta de la génesis guerrera,
indiferente al cruel derramamiento
de sangre, pues se afana
en emular a la insaciable fiera:
mata y olvida sin remordimiento!
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