Es tarde ya, muy tarde,
no precisamente en el
día,
sino en el tiempo,
para bajar cantando hasta
el plantío.
Con afán, he llegado a la
colina
donde ansiaba una imagen
minuciosa del mundo,
el altar del silencio,
las cosechas doradas,
pero el otoño vino a las
alturas
y los bríos recorren
desnudos la ladera.
Las muchachas sonríen
juguetonas
en los cañaverales,
se tumban en las islas de
las ramas
tronzadas, con ardor,
sobre las hojas de las
cañas dulces,
felices al estar rodeadas
por hombres,
y descubren sus muslos
alzando las rodillas,
vertiendo sus instintos
bajo el sol.
Los hombres muerden los jugosos
tallos,
mientras observan con
deleite
desde los cabellos hasta
los pies
a las negras muchachas;
y algunos estiran los
brazos
y con los dedos insinúan las
caricias,
y hacen como que no las
miran,
con los ojos ardientemente
abiertos.
Mientras cazo imposibles
mariposas
para el museo de la azul
belleza,
yo sólo admiro solitario
cómo sustentan sus
vigores,
cómo rasgan la luz con
cañas seccionadas,
cómo descansa el sol
sobre la flor
semidesnuda.
La vida de los valles del
pasado
y el crepúsculo me hacen
sombra.
Una ceguera irreversible
me apodera.
El aire trae, en
ondulantes hojas,
el aleteo de la piel
y los deseos juveniles.
Desde la edad baldía, no
avisto ya el matiz
del eterno verdor, e
inútiles
se vuelven las palabras
para glorificar
los prodigios del día.
En segundos, estoy en
este día,
el otro día, inesperado
día,
donde ya nada existe.
El campo es un desierto,
los pájaros huyeron en
bandada
como una nube hambrienta,
la sonrisa ha dejado su
eco doloroso.
Se esfuma el río,
y la dicha de los
cañaverales
cabe en una olvidada sed
de mi memoria.
Me estoy yendo,
es tarde,
veo desdibujarse el
cielo,
las sensuales sonrisas
de las muchachas del
cañaveral.
Y sé que nunca
retornarán en esta mañana
luminosa.