Me detengo a oír un estrepitoso coro de grillos
tratando de ajustar el tono de su bulla. Pero oír su tono
de empalago es insoportable. No deseo participar
de esta monodia auditiva. ¡Cállense ya, apaguen
ese traqueteo, esa desilusión armónica!
Después de la llegada del silencio,
en el oído sigue retumbando esa forma primitiva de intentar el canto,
esa aún victoria de la cadencia, esa lucha tediosa por el ritmo.
Y la mente sufre la callada repentina de los grillos
pues volverán para practicar con la animosidad de mi madre
en su máquina a pedal, acompañando el repiqueteo de la lluvia.
Me espera una noche espesa como los pétalos de los pimpollos,
y voy a mirar en el silencio la señal de arranque, el primer trueno.
Me han dicho que el humo del cigarro puede traerme la paz,
pero ya no concibo envenenar mis pulmones, ni siquiera pasivamente.
Tal vez las ganas de comer un pedazo de pan con queso
acompañado de un buen vino
no sea mala idea, mientras espero la irrupción insoportable,
impertinente, del canto primitivo de los grillos.
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