Hallamos que el sendero
de los tigres
es un destino que
columpia
entre la emoción de
encontrar la presa
—para seguir con vida en
este mundo—
y ese temor de que la
fuerza mengüe
—la rapidez, por cierto—
para que un tiempo de vacilación
se vuelva amo de las
garras.
Ambos presentimientos
glorifican la vida,
el nervio evolutivo,
las claves que la mente
desarrolla
para aumentar la astucia.
Jamás alcanzarán sus
músculos
el garbo de sus ancas
si no tiende la búsqueda
de víctimas
al arquetipo inmemorial
de los felinos:
la fe en el ánimo
curtido,
la expectación de la
manada.
Donde se engendra la
dinámica
de las llanuras,
razonable es
presentir los instintos del
pasado,
el ADN que detenta
las carnicerías
eufóricas,
donde los recursos
genuinos son
para la lucha por la vida.
El reto, entonces, puede
provocarse
a voluntad, y la carrera
se trasforma en ingenio y
herramientas útiles
que funcionan a la manera
heroica
de los ataques temerarios,
con los genes triunfantes,
día a día,
sobre la tozudez del
hambre.