Abrazados, temblorosos,
nos hundimos jadeantes
en las caricias amantes
y los besos tormentosos.
Frente al portón de tu
casa,
en la vereda vacía,
siento que debes ser mía,
pues la fiebre nos
abraza.
Inmutable el firmamento
en su grandeza infinita:
sola una estrella palpita
desolada y sin aliento.
La pasión encadenada
a mi corazón enciende,
y poco a poco pretende
tu agonía enamorada.
Silencio de noche oscura,
un dios sensual al acecho
reclamando que en el
lecho
se desate la locura.
Yo quiero entrar. El
derroche
de caricias me devora.
Señalándome la hora
tú me dices: «no, esta
noche».