Mucho antes de morirse
era un hombre contento con la vida:
subía las escaleras de dos en dos,
su hambre era de cristal, y navegaba
mares
que yo desconocía. Acompañarlo en su
ostentoso navío
provocaba en mí la emoción de los
grandes navegantes.
Aquél día, un dolor de muelas
lo tubo doblado toda la noche, y me
pedía a gritos
que no me durmiera, que lo observara
sufrir,
como compensación por mi buena salud.
Hoy que vuelvo tantos años atrás
quisiera haberle dicho:
“qué feo es este dormitorio antiguo,
con su techo excesivamente alto
que sólo facilita la proliferación de
arañas”.
No sé qué me hubiera respondido. Tal
vez,
una penosa risa lo hubiese distraído un tanto
en medio de su agobio.
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