Horadando negruras
sempiternas
con devotas plegarias,
tal lo hacías
en los tenues crepúsculos
del hombre,
sigues urdiendo el tono
iluminado
que devele a tus ojos
expectantes
el oscuro universo de los
dioses
que sabes fue y será por
siempre tuyo.
Encuentras en tu búsqueda
incesante
recuerdos atascados y
perdidos,
imágenes huidizas y
penumbras,
historias encubiertas y
lejanas,
sueños de la memoria
desmayados,
ardores y ansiedades
primitivos,
cargas que inmovilizan
aplastantes,
culpas, pesos atroces de
conciencia,
torturas espantosas y
alaridos,
antigua, milenaria
voluntad
deshecha por el paso de
los tiempos.
Diriges tu cruzada hacia
el abismo
de inmemoriales
civilizaciones,
rebasando la historia y
la prehistoria:
edades desoladas de la
tierra,
en búsqueda perenne e
instintiva.
Porfiado peregrino
trashumante,
caminas suelos áridos,
sin árboles,
sobre piedras de grandes
cataclismos,
sangrando en fieras lides
bajo el sol
y en noches de pasión
bajo la luna.
Vas, a vuelo de pájaro, y
observas
el paraíso helénico:
su misteriosa y cruel
mitología,
las arenas romanas:
sus fieros y cuantiosos
homicidios,
la eternidad egipcia:
sus inmortales momias en
pirámides,
el fatalismo hebreo:
cuna del cristianismo
desalmado,
las tribus ancestrales:
su velluda y hambrienta
desnudez.
Sin aspas, cayendo en la
oscuridad,
más allá de barbaries y
pavores,
más allá de las lluvias
torrenciales,
más allá del inicio de la
vida,
más allá...
La voluntad, timón de la
conciencia,
el vínculo de voces
primordiales
que en la memoria pétreas
se anidan,
clamores silenciosos del
instinto,
obedeciendo impulsos
insondables,
disconforme, rebelde y
tormentosa,
sigue, sigue buscando
comprender
el rostro de la luz que
para siempre
disipe las tinieblas, y
ese susto
de morir día a día en las
profundas
marañas del espíritu, sin
paz.