viernes, 2 de agosto de 2019

La convivencia

La mujer que prepara mi omelet
en la cocina-comedor
es mi esposa desde hace treinta años.
En silencio realiza su labor
y yo no dejo de mirarla, como solía hacerlo antes
—cuando se acicalaba en nuestro cuarto—,
con toda mi atención.

Estaría tal vez rememorando ella
aquellos primeros conatos de fascinación
que aseguraron esta larga vida juntos,
ya que su forma de manejar la sartén
me dice que la convivencia sigue siendo
imprescindible para ella.

Tal vez también anhela que su empeño
—la pizca de cariño con que salpica su tarea—
fuera a ser festejada por mi gusto gastronómico.
—¿Querrás acompañar con un café?
—¡Ah!...¡Eh!...No. Solo beberé un vaso de vino.
No existe razón para verme incómodo.
—Okey, mi amor. Te espero entonces en la cama.

No ha esperado mi aprobación gustativa.
Tampoco yo alcancé a exhumar algún recuerdo
de nuestros tiempos de incipiente pasión,
con el propósito de que ella pudiera imaginarnos
en aquel mundo de pasión irrepetible.
Ella fue al cuarto sin reconocer mis emociones.

Podría estar concibiendo cualquier cosa:
incluso que ha invadido la rutina nuestra casa.
Puede pensar que no he sentido nada
mientras se afanaba en cumplir con su papel
de mujer todavía en matrimonio.
Puede pensar que he olvidado los momentos
de interminables besos y tumbos en la cama,
la más pura felicidad que entonces albergábamos.

Bebo ahora mi vino.
Me abruma la congoja.
Tal vez aquella viva intimidad
se encuentra aprisionada
en esta amable convivencia.

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