La mujer que prepara mi omelet
en la cocina-comedor
es mi esposa desde hace
treinta años.
En silencio realiza su
labor
y yo no dejo de mirarla, como
solía hacerlo antes
—cuando se acicalaba en
nuestro cuarto—,
con toda mi atención.
Estaría tal vez
rememorando ella
aquellos primeros conatos
de fascinación
que aseguraron esta larga
vida juntos,
ya que su forma de
manejar la sartén
me dice que la
convivencia sigue siendo
imprescindible para ella.
Tal vez también anhela que
su empeño
—la pizca de cariño con
que salpica su tarea—
fuera a ser festejada por
mi gusto gastronómico.
—¿Querrás acompañar con
un café?
—¡Ah!...¡Eh!...No. Solo
beberé un vaso de vino.
No existe razón para
verme incómodo.
—Okey, mi amor. Te espero
entonces en la cama.
No ha esperado mi
aprobación gustativa.
Tampoco yo alcancé a exhumar
algún recuerdo
de nuestros tiempos de
incipiente pasión,
con el propósito de que
ella pudiera imaginarnos
en aquel mundo de pasión
irrepetible.
Ella fue al cuarto sin reconocer
mis emociones.
Podría estar concibiendo cualquier
cosa:
incluso que ha invadido
la rutina nuestra casa.
Puede pensar que no he
sentido nada
mientras se afanaba en
cumplir con su papel
de mujer todavía en
matrimonio.
Puede pensar que he
olvidado los momentos
de interminables besos y
tumbos en la cama,
la más pura felicidad que
entonces albergábamos.
Bebo ahora mi vino.
Me abruma la congoja.
Tal vez aquella viva
intimidad
se encuentra aprisionada
en esta amable
convivencia.
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