—¿Podrías alcanzarme un vaso de agua?
Al pasarme el vaso servido,
antes que yo pudiera asegurarlo,
inexplicablemente ella lo soltó.
El vaso se hizo añicos, y ambos
fuimos salpicados por agua y vidrios rotos.
—Últimamente, ¿qué pasa contigo?
Andas desconcentrado, casi torpe.
Yo calzaba zapatos bien cerrados;
ella, sandalias.
Al observar sus incómodos pies mojados
y un pequeño corpúsculo de sangre en el empeine,
me tragué su agresión,
decidí no defenderme, no emprender
el furioso contraataque verbal.