lunes, 13 de mayo de 2019

Nocturno

Creo sentir, en estas horas,
la más escasa multitud del hombre.

Al crepúsculo empiezan a llorar las rosas
como si en el barranco mismo de la muerte se cayeran,
con el aroma de la tierra
recién mojada y la alarma del grillo
ante la tensa y helada tiranía en los rincones.

Vuela la sirena de una ambulancia.
En el cuarto de arriba suenan la guitarra y la voz
eterna de Jim Morrison, y de nuevo la luna
y sus paños en mi ventana. De nuevo la añoranza.

Lentamente el ahogo emerge del navío naufragado
y se eleva hacia el cielo pardo y taciturno,
y en el jardín se apagan todas las antorchas,
y el tembloroso aroma de las azucenas se refugia
en el rincón más libre de corriente de aire del garaje.
Este año el invierno muerde.

Como el amor de Cristo coronado,
como un parque de juegos infantiles,
como los manantiales rapsodas de las cordilleras,
como el mutismo misterioso del deseo
que oscurece la noche
y apaga los espejos quemantes...

Tus pechos, hermosas palomas, duermen
sobre el follaje de mis ruinosas amapolas,
y ningún alambre en el cielo, ningún cable en mi panorama.
Todo cuanto está vivo es una lámpara sin protección.

Tu rostro ajado se detiene
y me muestra la pátina perdida de la sala,
se despeña con sus lejanas risas habituales,
y deja su ventana bien abierta
donde un doliente adiós observa desde allá.

Hubo un setiembre eterno nuestro
en una habitación de resplandores,
sublime como el ateísmo que desea
echarse de rodillas. Ni tú ni yo lo recordamos ya.

Se alargan los árboles de la noche, y huyen sus aves
de mi boca. En el silencioso río de la calle
va muriendo el silbido solitario de un hombre en paz,
y mi alma embotellada
flota hacia el mar del gran descanso.

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