En la taberna, en soledad juiciosa,
aún estremecido ante el terror
de ver su vida frente al estertor
ciego que reclamaba eterna losa,
revive los detalles donde, impío,
el pueblo repetía: «¡muerte!, ¡muerte!»;
y disfruta la estrella de su suerte,
fruto de la balanza del gentío.
Mientras cruza el Mesías, coronado
de espinas, con la cruz y el ajetreo,
discurre Barrabás del Dios hebreo:
«Triste mártir que muere inmaculado;
que perdonen su vida yo querría,
¡aunque jamás a costa de la mía!»
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