Transitarás la noche
componiendo,
interrumpido tantas veces
por las aves
que se te irán cayendo
inertes,
y empiezas declarando:
“es verano
y las estrellas cuelgan
en el cielo,
donde titilan tras el
farol de la luna”.
(Descripción nerudiana).
Mientras escrutas las
renuentes cláusulas,
una lejana voz
musita: “existe, pero
se encuentra más allá del
torpe sentimiento,
más allá de la infame
oscuridad del alma,
y no disipa nunca las
incertidumbres del vuelo.
No arroja luz que pueda ser
eternizada,
salvo unas mariposas
desteñidas
que aletean en el cristal
del estro".
Se cierran los archivos
más fecundos
que existen en tu vieja
praxis.
Se esconden todos los
buenos demonios,
los duendes que hacen
saltar
por los aires las dóciles
palabras.
Nada vuelve al café de la
mañana,
excepto ese archivo que
sigue abierto
donde no eres quien te
ordena escribir.
No es el timón del
espíritu. Es una pala
que cava tu interior como
un sepulturero,
una noche sin musa, a pura
tracción sangre,
con la arritmia que
produce forzar las alas.
Y obedeces el déspota
mandato,
exigiendo a tu voz,
entonces y aunque sea,
un vendaval de axiomas,
de felices adagios,
la exhumación de honestas
emociones.
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