martes, 1 de septiembre de 2020

El paraíso perdido



Han regresado los verdaderos dioses
a implicarse de nuevo en mi destino
(hecho que me hace muy feliz),
con sus pasiones desenfrenadas,
con sus arrebatos de ira,
con sus antojos olímpicos
que casi siempre desembocan
en raptos de diosas con dueños.

Hoy, mi lamentable rutina se viste de infinito,
y se eleva hasta el cielorraso,
a la altura del ventilador de techo,
del mundo microbiano,
del acecho de las arañas,
aguardando la luz de la revelación.

Me despojo de toda fe prefabricada,
del crucifijo de mi madre
(«No lograrás la salvación, mi niño,
si sigues desafiando las celestes leyes,
si te niegas a seguir practicando la genuflexión»).

Luego del año treinta y tres
(aunque, históricamente, no se puede afirmar
que Jesús muriera a los treinta y tres),
y de Martín Lutero estableciendo el Cisma
por culpa de las inmorales indulgencias,
y de Lucrecia Borgia cometiendo sus santos crímenes
(por citar solo dos ejemplos),
prefiero regresar al paganismo,
volverme griego.

Volvieron los demonios-dioses
en mi inconsciencia sus razones a inyectar,
y se oye el canto del poeta
que suena como Píndaro en sus versos exaltados,
como Sófocles en su Edipo Rey,
como Safo en sus versos lujuriosos,
como ese cielo de emoción irrepetible,
de sabiduría divina,
de verdades eternas,
que nos llega de Homero.

Sin duda alguna y con mucho dolor
hemos perdido para siempre
aquellas bacanales del espíritu.

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