Por estos tiempos
en que las sirenas me
cantan con mayor intensidad,
atado al mástil de la
vida,
resisto y cada hora aprendo
mis conflictos,
el mudarme la piel en el
adiós.
Envejece mi casa cada día
mientras lucho hasta las
puestas de sol:
descascaro el barniz de
mi pared,
el color aburrido del
arraigo,
las capas deslucidas de humedad,
para eximirme de mi falta
de emoción,
de mi cuarto repleto de
cosas inservibles;
y vacío los muebles de mi
vida
en cajas de recuerdos que
traslado
al sótano voraz de mi
memoria
(que ahí se apague el
fuego lentamente).
Trato de mantener
un cierto orden, aunque
mi desánimo
me detiene a mirar por la
ventana
las rubias hojas, el
lento crepúsculo,
el recambio de hechos
dignos de recordar.
Que no excaven mi patio
buscando botines ocultos,
que los vecinos logren
comprender
mi cansancio, mi carencia
de risa,
mi indiferencia ante el
futuro de la cuadra.
Los he visto
cruzar la calle con gran
discreción
desplazándose sobre la
otra acera.
Es como si quisieran
despedirme
—extraños ya a mi vida
sin apegos—,
desde sus territorios
demarcados.
Esta es la casa ante la
ruina. Aquí han vivido
—más allá de las líricas
pasiones—
alimañas de todo tipo
nutriéndose unas de otras;
y ahora escapan por las
grietas de los muros,
por las heridas de mi
piel y de mi espíritu.
Las bandadas de pájaros
bebían de mi fuente
y cantaban hasta caer
rendidos,
y luego pernoctaban en
los árboles del patio
para iniciar el ciclo en
la mañana.
Casi todos partieron
—solo quedan los rezagados—
luego de percibir los
temblores del caos;
quedaron los más fieles,
los ingenuos
que siguen apostando
por la perpetuidad de las
estrellas.
A las cinco de la mañana,
casi siempre,
cuando cae la luz sobre
la vida
—que se va consumiendo
como un cigarro—
miro las flores
cultivadas por mí mismo,
y mis rosas se vuelven
alelíes de mi madre,
y me percato que he
olvidado muchas navidades.
Ahora ya no sé quiénes
siguen amándome,
en tanto la entropía
implacablemente persiste
en su tarea.