domingo, 12 de enero de 2020

Entropía


Por estos tiempos
en que las sirenas me cantan con mayor intensidad,
atado al mástil de la vida,
resisto y cada hora aprendo mis conflictos,
el mudarme la piel en el adiós.
Envejece mi casa cada día
mientras lucho hasta las puestas de sol:
descascaro el barniz de mi pared,
el color aburrido del arraigo,
las capas deslucidas de humedad,
para eximirme de mi falta de emoción,
de mi cuarto repleto de cosas inservibles;
y vacío los muebles de mi vida
en cajas de recuerdos que traslado
al sótano voraz de mi memoria
(que ahí se apague el fuego lentamente).         
Trato de mantener
un cierto orden, aunque mi desánimo
me detiene a mirar por la ventana
las rubias hojas, el lento crepúsculo,
el recambio de hechos dignos de recordar.

Que no excaven mi patio buscando botines ocultos,
que los vecinos logren comprender
mi cansancio, mi carencia de risa,
mi indiferencia ante el futuro de la cuadra.
Los he visto
cruzar la calle con gran discreción
desplazándose sobre la otra acera.
Es como si quisieran despedirme
—extraños ya a mi vida sin apegos—,
desde sus territorios demarcados.

Esta es la casa ante la ruina. Aquí han vivido
—más allá de las líricas pasiones—
alimañas de todo tipo nutriéndose unas de otras;
y ahora escapan por las grietas de los muros,
por las heridas de mi piel y de mi espíritu.
Las bandadas de pájaros bebían de mi fuente
y cantaban hasta caer rendidos,
y luego pernoctaban en los árboles del patio
para iniciar el ciclo en la mañana.
Casi todos partieron —solo quedan los rezagados—
luego de percibir los temblores del caos;
quedaron los más fieles, los ingenuos
que siguen apostando
por la perpetuidad de las estrellas.

A las cinco de la mañana, casi siempre,
cuando cae la luz sobre la vida
—que se va consumiendo como un cigarro—
miro las flores cultivadas por mí mismo,
y mis rosas se vuelven alelíes de mi madre,
y me percato que he olvidado muchas navidades.
Ahora ya no sé quiénes siguen amándome,
en tanto la entropía
implacablemente persiste en su tarea.