La eterna melodía ahúma
por la hondonada, por el
prado,
majestuosa serpiente,
elástico sonido cuyo extremo
nutre
el dios de la crueldad.
El pastor solitario, a
horcajadas
sobre un enorme tronco,
cede a la vida
circundante
vibraciones dichosas de
su alma.
Pace el rebaño,
mansamente,
disfrutando de la
abundante hierba,
embriagado, a su vez,
por la profunda melodía.
Y el lobo hambriento —en
la acechanza, inmóvil—
percibe, en el sosiego de
fatal embriaguez,
la eterna melodía que
circunda
como razón de éxito y de
éxtasis.