Hoy recuerdas a las personas
que salieron de tu vida,
hombres y mujeres que sientes viajan en
los misterios de la eterna soledad,
en el lento tren de la ingratitud y en la hosquedad de los disgustos.
No te has percatado en qué instante
abandonaron tu hospitalidad,
cuándo sintieron la humedad de tus noches, el frío de tus charlas,
el patio abandonado donde se nutre tu
nostalgia.
Algunas se fueron con una sonrisa de “recuérdame”;
mientras,
otras, dando portazos de indignación
ante tu negligente despedida.
Por estas razones estimas hoy a las personas que perduran en la travesía.
Te ves en el espejo: farsante Dorian
Grey, su fantasma rapaz,
su blanca sábana flotando entre el
gentío, su atractivo de azufre y falsedad.
Y ves las sombras de parientes muertos
sobre los tallarines,
sobre el disfrute iluso de la vida,
sobre el latido de la casa grande.
Y ves una intemperie para siempre
como tu destino en el mundo.
Aúlla un lobo huraño en tu mirada, y
rondas la caverna de la llama,
buscando distinguir aquellos gritos
ululantes que crearon la tribu;
y un incendio de sangre, una lava desatada,
abre la boca
del volcán de tu pecho. Y callas para auscultar tu abismo.
Es como si no existieras en el gen de
tu hijo, como un extraño
en el aire de los vientos propicios y
de la brillantez del tiempo.
Como si en tu excitante laberinto alguien hubo cortado tu hilo de Ariadna
para perder la ruta de regreso a tu arraigo,
tu vocación de sólito.
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