No disipas tus hojas
en la melancolía del otoño,
ni te derrochas a los eternos vientos
ni a la más incitante brisa seductora.
Tu fértil existencia, tu canto que se adueña
de toda primavera en cuanto llega,
reclama su abanico de arco iris
y el transitar airoso las tardes del estío.
La diosa Exuberancia se adueña de tus células,
y florea sobre tu copa
efluvios de colores; pero no desafías
la vastedad callada de los prados,
los infinitos rayos de la muerte,
la luna en su ovalada pesadumbre,
pues los favores cósmicos
no comprenden los límites del alma.
Sientes el esplendor de la pradera
desde tus verdes perspectivas,
desde tus brazos vegetales,
y recuerdas que la frondosidad
no avala la arrogancia
ni migración alguna hacia las nubes.
Detrás de los otoños
los árboles perecen siempre.
ni te derrochas a los eternos vientos
ni a la más incitante brisa seductora.
Tu fértil existencia, tu canto que se adueña
de toda primavera en cuanto llega,
reclama su abanico de arco iris
y el transitar airoso las tardes del estío.
La diosa Exuberancia se adueña de tus células,
y florea sobre tu copa
efluvios de colores; pero no desafías
la vastedad callada de los prados,
los infinitos rayos de la muerte,
la luna en su ovalada pesadumbre,
pues los favores cósmicos
no comprenden los límites del alma.
Sientes el esplendor de la pradera
desde tus verdes perspectivas,
desde tus brazos vegetales,
y recuerdas que la frondosidad
no avala la arrogancia
ni migración alguna hacia las nubes.
Detrás de los otoños
los árboles perecen siempre.