Al separarte después de haber vivido un gran amor,
el manto edénico de la dicha cae sombrío
sobre los restos de fantasías que te restan;
y todos los idílicos minutos, esos sostenidos abrazos,
esos besos profundos como el pozo de la celeste bóveda,
esas risas que espantaban las dudas secretas de la pasión,
esos furores de lujuria, esas valentías para cazar
a las bestias de tu corazón, todos los rayos
que nacían de tu cuerpo fuerte, joven y hermoso,
para encender las mechas de los sueños,
de los proyectos más audaces. . . ,
se encuentran hoy detrás de un espejo patente
donde hace su triunfal aparición el rostro envés,
el Jano de tu historia.
La memoria se vuelve sideral para exponer
los cuantiosos atajos que pudieron obviar el infortunio.
¿Recuerdas que los pájaros volaban en círculos esféricos,
violando todos los principios de las ciencias zoo-lógicas,
y esperaban como electrones crear la eternidad de la aventura,
el síndrome de la felicidad, el mundo de tu boca?
Vigilando que no se vacíen nunca los placares,
ha ganado tan solo ser testigo de libros esparcidos
y almohadas tiradas por el suelo.
Cuando se ha amado mucho tiempo, separarse
es una hiena que empieza a morder
y arrebatar la carne del tiempo disfrutado:
los mágicos momentos en que te quitabas la ropa,
la minuciosa cábala de las noches de amor,
y hasta tus descorteses arrebatos de cólera
(que hoy suenan a graciosas niñerías).
Cuando llega el avión que ha enfrentado la tempestad,
me encuentra sin expectación en el aeropuerto,
con tanta gente circulando vanamente a mi alrededor,
con el pasaje en mano para un distinto vuelo
(un largo vuelo en soledad, dolorosamente sin ti),
para otras tempestades, para otros cruces de mar,
sin posibilidades de una venia, de un retorno,
de una piedad a mi derrota.