jueves, 6 de agosto de 2020

Nuestro amado cadáver

Casi todas las noches errábamos por los suburbios
recorriendo barrios, cuadra tras cuadra:
viejos enjutos con cigarros en sus sillas de mimbre,
furiosos perros para un inminente ataque,
ansiosas chicas de bellas sonrisas, con guiños,
encantadores cuerpos exhibiéndose sobre las veredas.
El mundo cooperaba para que los paseos fuesen
carentes de peligros y gratos de emoción.
Las noches eran libres. Las estrellas se reflejaban
en las piedras tranquilas de la calle. El basalto negruzco.
(¡Qué libres éramos sobre esas piedras!)
Entonces, un mal día, la señora Conciencia se anunció:
la formalidad había llegado —aunque seguíamos juntándonos
los más amigos, y por las noches a cada tanto nos reuníamos
para jugar al póker o a los dados, beber unas cervezas y reír.
Luego, el juego definitivamente terminó.
Cada quien con su vida nos fuimos a formar parejas,
llegaron los retoños y más impenetrable se volvió el mundo.
Nuestros destinos no podían ya cruzarse, y el resplandor
del verano se hizo tenue como nuestra pasión apaciguada.
Nos quedamos muy solos, sin amigos.
No obstante, todo el tiempo, pegaron vuelo las palabras,
insistiendo las alas en encender las sílabas, los verbos.
A dos cuadras, la iglesia; a media, el almacén.
El gallo de la madrugada. El caco audaz
que nos dejó petrificados mientras le robaba al vecino.
Nunca cesaron de afirmarse en la memoria los recuerdos.
Abandonamos aquél mundo donde vivimos todo su presente.
Hoy poseemos otro, de algún modo quizás más apacible,
con menos desencantos de languidez existencial,
pero hay algo irreemplazable que dejamos allá a lo lejos:
nuestro amado cadáver que nos negamos a enterrar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario