Ante
la llegada inminente,
tiemblan
los músculos honestos.
Aterrada,
la espera
se
resiste a seguir un paso más
la
progresión del tiempo.
Vienen
y no vienen.
La
atmósfera se carga de nubes tenebrosas
que
hace emigrar las aves disparadas cual flechas.
Pareciera
que acechan como hienas
al
doblar las esquinas.
Los
viejos intestinos se doblan y se tienden.
¡Cuánto
duele la calle
sospechosamente
dormida!
Se
viven los segundos, expectantes,
alarmados
susurros de la vida
más
allá de las rígidas murallas.
El
cuerpo, duro como el mármol,
pareciera
romperse en miles de partículas,
buscando
libertad y aplacamiento
en
la amplitud del cosmos.
¡Ah!
Ahí llegan los verdugos
a
cara descubierta, crujiéndoles los dedos,
sonriendo
a las paredes.
En
tanto entona el uno, y el otro a la trompeta,
formulan
sendos cargos, y ríen entre dientes
la
gravedad sumaria.
Al
besar las mejillas sonrosadas
de
los niños que nunca
encubrirán
la felonía
—y
por ello se ablandan—, voltean la vergüenza,
y
le guiñan un ojo a la blanca serpiente,
tratando
de aplacar la ira del ofidio.
Fragmentos
del poder, los trozos de la carne
insensibilizados
por el miedo,
se
cuadran a destiempo.
Hormigas
carniceras devotas al programa:
la
caza de rebeldes con órdenes estrictas
de
acabar cuanta vida opusiera entereza.
Ríos
de sangre tiñen de bermejo
las
calles asfaltadas;
y
dos conejos blancos como nieves
corren
desesperados de las risas burlonas,
de
la fría impiedad.
Sin
embargo, en las casas, nadie mira la calle;
ni
siquiera, curiosas, las persianas
buscarán
la verdad.
Pero,
así
como se sientan con las piernas dobladas
y
total comodidad,
el
hombre imperceptible,
con
fuerza gigantesca,
los
desmanes impunes vengará.
Y
el canto de los cisnes
hasta
el frío rincón del universo
su
adiós esparcirá.
El
legítimo dueño de la tierra,
lejos
ya de la bestia,
su
cetro alcanzará;
y
en ausencia de dioses permisivos,
en
los desfiladeros de la suerte,
a
estos demonios modernos,
a
la luz de la ley arrojará.
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