En la siesta cogí tu
bicicleta
para ser como tú, para
sentir el vértigo
—al igual que tú todas
las mañanas—
por las calles escarpadas
de la ciudad.
Enclaustrado en el duro
abismo
de la memoria, en el
reposo interminable,
sigues pintando canas en
la barba crecida,
negándome tus voces indelebles.
Hace una sequía de siglos
que no moja
el agua de tus verdes
ojos;
y el silencio fatal, el
aura de tu risa,
se convierte en
lacerantes chillidos de pájaros,
en quejumbroso eco de
canciones últimas.
En mi memoria, en las
noches de invierno,
tu cotidianeidad exhuma
antimateria.
La vida sin ti se parece
a un vetusto tractor
abandonado de aquel aserradero.
El árbol que talabas
(cuando los bosques no lloraban
aún el exterminio y eran
derroche de los siglos)
está aquí, hecho leñas de
la eternidad,
murmullos en el bosque de
las nubes infinitas.
Su raíz sigue creciendo
aferrada a las baldosas,
haciéndose kilómetros
detrás de mi añoranza,
creciendo como el lapso
de tu ausencia.
Retorna en esta noche y
siéntate a jugar
conmigo a la baraja,
quiero oír tus anécdotas de joven,
cuando aprendías a besar
los senos de las vírgenes,
cuando la vida no te dio
aún tu merecido.
Estoy aquí resucitándote,
y tú no reconoces el
milagro,
sólo quieres tu fría
eternidad,
sólo quieres al huérfano
con sus palabras tristes,
y me has olvidado.