Al despertarnos, me dio a entender
sus ganas de aferrarse a la almohada.
Amaneció sin fuerzas para llevar la
vida cotidiana hoy.
Me da lo mismo. Es sábado. El cielo tiene
su capote.
Tres metros de muralla de mi casa
impiden
la tortura de nuestros tímpanos.
No abro las ventanas como siempre
para apoyar nuestra salud emocional.
Estamos en penumbra, con los ojos
cerrados, retocando
las habituales reflexiones, sentimientos
de culpa;
y yo voy elucubrando señuelos que le
impidan
tomar el absoluto mando. Nada de seccionar el
cable a tierra,
nada de planear ocios neuropsiquiátricos,
La charla se vuelve agobiante por
momentos.
No quiere despejar las dudas que comprimen
los libres albedríos, expandiendo la
confusión
al tuétano de los propósitos morales
ya pactados.
Vueltas y vueltas abrazado a la
almohada,
libre del déspota susurro del destino.
Es como si la eternidad, con su fiel encanto,
me otorgara la venia para aceptar su dejadez.
A cada tanto, dice cosas tiernas,
versos de altura,
dulce de leche en su lenguaje,
promesas de laureles,
de insomnios como sueños bogando con
Ulises.
Él siempre tiene la razón. Ya no
tengo las ganas de los usureros
para ganar fortuna. Ya no encuentro
razón
para el comercio de mis horas laborables.
Acepto la modorra. Amablemente él lo
ha exigido.
Flotamos.
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