En la adolescencia querías ser
poeta,
pero tu pelo enmarañado no caía
sobre tus ojos,
te era improbable poseer el bastón y
la pipa del dandi,
y la milanesa de lomo de buey con
ensalada rusa
era insustituible y aumentaba siempre tu hambre.
Masticabas con soberbia de tigre en la
sabana.
Te adentrabas en la sangre como un tiburón
ciego
que vence todos los arpones del
mundo.
Hoy tu viuda madre lleva ya ochenta y coma de años,
y luce espléndida aunque ella
sostiene lo contrario:
sólo quiere hablar de achaques, de
huesos doloridos,
de los árboles que siguen charlando
en el patio,
de tu indiferencia a las amenazas
bíblicas,
de la divinidad que le acogerá in
límine.
Y recupera a su padre (tu abuelo
asesinado) en un tango
donde el bandoneón destroza una copa
de vino.
Eres ahora el dueño de la mansión que
va perdiendo
su glamour, su fascinación de élite,
su glamour, su fascinación de élite,
y provoca fugarse a pie a las bellas maniquíes,
a las frías cucarachas que huyen de
la adversidad,
de las risas fingidoras en los
cumpleaños sin whisky.
Holgar es un trabajo, una tarea heroica,
un canto de rana
en la laguna que va secándose sin
piedad, «oh, socorro:
no dejemos que su ruina se convierta
en agonía,
respetemos su música donde va nota
tras nota
luchando sobre las cuerdas de su pobre guitarra».
Tus padres soñaban que serías alguien en la vida:
un sorprendente campeón surgido de la
modesta casita;
pero tenían las manos blandas, el
ritmo blando
que te llevó a la pena de dudar de tus sandalias.
Tus ambiciones hoy se toman su santo
día libre
y recogen las aguas que llegan de la negra
suerte,
del gen que te exige emular la
memoria de tu padre,
mientras comprendes cómo en su redimida
vejez
le gustaban más y más las púberes
muchachas;
y cómo, tibias todavía por la edad,
con leve olor
a lavanda, ellas siguen mostrando en los cumpleaños
sus gracias y sus muslos blancos.
sus gracias y sus muslos blancos.
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