Nadie me
observa,
estoy en
absoluta intimidad,
en el
privilegiado silencio de los insensatos,
y puedo
recrearme en todas las fantasías vedadas,
arrancarme
las alas en los abismos de mi soledad,
sin
aprensión alguna a la indecencia.
Ni el mismo
Freud hubiese conseguido
desentrañar
la maraña de antojos
que voy
atravesando en la caída.
Una joven
muy bella, de algún siglo pasado,
con cuerpo
escultural,
es besada
por mis ásperos labios de carnero;
y al
segundo, un toro negro de lidia (con mi rostro),
echando
vapor y lascivia,
la viola
con su infame codicia, y la destroza
con
furiosas cornadas
para no
traicionar su vil naturaleza.
La sangre
brota, tibia, espesa,
como
pintura para un cuadro.
De súbito,
la dama ya no existe:
un sonido
imperceptible de llaves
me cambia
el filme.
Que quede
esto entre nosotros:
ella ha
encendido el televisor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario