Él nunca le
pondrá cadencia
a su marcha
en el ruido de la calle.
Día a día
practica la liturgia
del caos,
de los tumbos, de la exacerbación,
dentro de
su pequeña libertad.
Advierte con
temor, en cada tramo,
la lucha por
ganar el equilibrio
en la
convulsa cuerda.
Fatal sería
una caída, arrastrando tras si
al
precipicio tanta gente protegida
por su
experimentado arte.
Debe ganar,
segundo por segundo,
mecánica
destreza,
a cambio de
vencer un cierto ritmo.
Sueña cómo resiste
un engranaje:
corroerse lo
más lentamente posible,
como una
danza del agotamiento.
Lo sostiene
el orgullo de saberse
señor de
los resortes.
Doce horas
por día, agujas de un reloj,
la radio
todo el tiempo, y mil presentimientos
salvándolo
de una muerte segura.
El
desvencijo nunca fue motivo
de
angustia, de ansiedad por renovar el bus.
Casi
siempre, aplazar los cumpleaños,
limitarse a
vivir la navidad
de las
luces, de los petardos,
pensando en
las cenizas de esa noche
como una
forma de trivializar.
¿Hijos,
esposa, amantes? Bien y gracias.
Para tal
caso, para recordarlos,
fueron
creadas las fotografías
que penden
del retrovisor
en camafeos
de carey.
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