Al invitarla a nuestro
prometido paseo atenazó mi brazo como una ciega —sus despliegues me hacían
sonreír—. Me alegraba que nuestro amor hiciera de la tarde y las nubes sublime
beatitud. ¡Cómo admiraba yo las golondrinas que estallaban de sus ojos!
Ondulante en la luz del
latente crepúsculo, descifraba al manto de la brisa sinónimos de suaves
remolinos del diálogo, mientras mirábamos el sol cayéndose como si el mundo
fuese a acabarse esa noche —¡qué profusión de cielos y qué conjura de
eternidad!
La tarde olía a vírgenes
praderas, a senos palpitantes, desbocados suspiros, a viejas esperanzas de
victorias, a hábito y hallazgo, la tarde olía a que siempre me amó.
Complacido sentía a mi
alma girar, y yo la dejaba en su órbita con emoción verter sus mil anécdotas,
mientras la luna iba niquelando, como a mi espíritu, su risa; y la tarde,
apagando sus temblores.
Entonces, ay, de su volar
sabueso, el pájaro de eternas alas descendió para advertir triunfante: "La
vida te dará, no siempre, la gloria de tenerla", en tanto iba —infame
predador de los momentos— nutriéndose de la serena dicha que emanábamos.