domingo, 14 de agosto de 2022

El señor que no se moría



    Don Gregorio está sentado en su sillón de mimbre como todos los días. El jardín de su casa, como todo lo atado a él, se encuentra semiderruido. Muy cerca de la verja mira la calle, saluda a la gente que pasa, pudiendo, increíblemente, reconocer a cada uno de ellos.

—Hola, Antonio. ¿Cómo le trata su reuma?
—Adiós, doña Dolores. Sus hijas, ¿todas bien? Me alegro.

    Don Gregorio ha perdido la cuenta de sus años (o se hace el astuto para despistar a las doncellas; para no asustarlas). Nadie sabe en qué año nació, ni siquiera sus hijos (como seis, perdidos en el tráfago de la existencia; el último que lo visitó se encontraba viudo, sin esperanzas de reincidir en el matrimonio). Así, pues, vive solo, y ni yo sé cómo hace para mantenerse, dónde guarda sus recursos (también se preguntan los rateros del barrio). Lo cierto es que todas las tardes, a la misma hora, y hasta la misma hora, se sienta en el jardín para mirar la calle y saludar a la gente. Esta costumbre se ha vuelto una estampa del barrio, un reloj como el Big Ben («ya son las cuatro: don Gregorio ha salido al jardín»), y también se ha vuelto una espera; es decir, el juego de la espera. Todos los habitantes del lugar, sin excepción alguna, lentamente fueron metiéndose en el juego que algún aburrido habrá creado. Un juego de apuestas, como una quiniela de la muerte. Se trataba de acertar el día de la muerte de don Gregorio; es decir, se trataba de acertar si mañana don Gregorio saldría al jardín. En los primeros tiempos, la relación era de diez por uno; de cada diez, nueve apostaban por la continuidad de la vida de don Gregorio, y sólo uno predecía su muerte. Después, con el correr de los años, luego de pasar la década, los apostadores iban inclinando la balanza hacia la muerte; y, hoy por hoy, los papeles se han invertido: nueve de diez apuestan que mañana don Gregorio será cadáver. Y cada amanecer es una ansiedad tremenda la que envuelve al barrio; más de uno deja de asistir a su trabajo, ante la premonición de que ése será el gran día. Las apuestas se multiplicaban en proporción geométrica, grandes sumas estaban en juego, en metálico y en bienes (algunos tenían en juego sus casas). Y don Gregorio seguía. A pesar de que sus piernas empezaron a fallarle y, utilizando un improvisado bastón de rama de guayabo, salía a duras penas a cumplir con su rito, no se rendía. Parecía adivinar y formar parte del juego. Parecía un pequeño dios que se divertía con la ansiedad de la gente. Parecía decir: «me moriré cuando yo quiera, carajo». Incluso, un día, dio la sensación de haber hecho una broma macabra, pues no salió al jardín de puro antojo. Por suerte, alguien pidió que se compruebe el deceso, antes de efectuar el pago de su apuesta. Y para alivio de algunos y consternación de muchos, al otro día, don Gregorio, reapareció vivito y coleando.
    La historia parecía no tener fin, hasta que corrió la voz por el barrio de que un joven desesperado, con destino criminal, por lo visto, había decidido asesinar a don Gregorio para ganarse la apuesta. La mayoría de los jugadores protestaron; algunos quisieron recular en sus apuestas, porque decían que eso era trampa. Pero otros decían que el juego no tenía reglas, que la mano divina o de quien sea puede hacer que el juego termine; al fin de cuentas, que se joda el asesino, ya que se irá a pudrir en la cárcel. Y empezó el problema de la muerte anunciada; que será mañana, no, la otra semana, el lunes, porque el lunes es día de hastío, no, el sábado, para cobrar y farrear a lo grande. Y don Gregorio no se moría; seguía saliendo todas las tardes a saludar.

—Buenas tardes, don Hermenegildo. ¿Todo bien? ¿Sí?... Yo, bien, amigo. Me voy de cuerpo como un bebé.. Meo bien… Mi azúcar, menos de cien… Mi corazón funciona como un motor eléctrico.
—¡Eh! ¿Qué tal, compadre?... ¿Ah, sí?... Entonces, ¿se fue nomás la comadre?... Mis pésames, ¡cuánto lo siento!... Sí, era una mujer inigualable.
    
    Así pasaba el tiempo, hasta que un día sucedió la primera desgracia: dos apostadores se liaron en una discusión que terminó en la muerte de uno de ellos; y este hecho encendió la mecha, y dividió al barrio en dos bandos que se odiaron a muerte: los que apostaban por la muerte al otro día, contra los otros. Rápidamente se desencadenó una guerra terrible, donde incontables murieron, menos don Gregorio (que ahora era resguardado por una legión armada).
    Pasó mucho más tiempo, y don Gregorio ya no podía manejarse solo; tuvo que dejarse llevar al jardín todos los días por las personas que lo querían inmortal. Con la ayuda de hombres que se turnaban con celo sagrado, era transportado al jardín todas las tardes. Personas que morían y eran reemplazados por sus hijos, para ejercer la misma gran responsabilidad. No sé, ciento veinte, ciento treinta años, ¿quién podría saber cuántos años tenía el bueno de don Gregorio? La gente hacía cálculos, se preguntaban unos a otros:

—Pero, ¿cuánto tiempo ha vivido el hombre más longevo del mundo?
—Yo leí en un libro que en Rusia existió un hombre que vivió 132 años.
—Bueno, pero, ¿cuánto puede vivir un hombre? Alguna vez tiene que morir, carajo, porque nadie nunca ha escapado de la muerte.
—¿Y qué sabemos nosotros? ¿Quién sabe cuánto puede vivir un hombre? ¿Y si es cierta la historia de Matusalén? ¿Quién nos asegura que don Gregorio no vea morir a nuestro tataranieto?
    Los apostadores de la muerte se miraban con gestos preocupados.

    La última vez que visité el barrio (yo también soy un apostador del día siguiente, y ya he perdido mucho dinero), don Gregorio seguía saliendo al jardín todas las tardes; y yo, que era joven cuando empecé esta crónica, me estoy volviendo muy viejo, las canas poblaron mi cabeza hace tiempo, el achaque casi no me permite escribir; acostado desde hace semanas, no sé si mañana volveré a abrir los ojos para continuar esta historia (estoy pensando seriamente en nombrar un sucesor de este relato). Cada día me siento más débil, más enfermo, y don Gregorio sigue saliendo al jardín todos los días, sin ninguna gana de morirse todavía.

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