Yo sé que
pertenezco a la raza urbana,
de
innegable prosapia transeúnte, con escasos ensueños
y un
corazón entre dos hamburguesas con mostaza.
Amo a la
reina del barrio y, en los callejones o debajo
de los
viaductos, he tratado de hurtarle su guardado sexo
en el
cinturón de castidad del matón de la cuadra.
Voy
creciendo con los baches del asfalto,
sin
pretensiones mayores que beberme una cerveza
en el bar
de la esquina.
Mi padre
hizo lo mismo, caray. ¿Quién podrá reponerme
la falta de
cariño, te quiero con el alma?
Cuando sea muerto quiero ser mi propia meta.
Me escondo de
las burlas callejeras
que buscan
mi pescuezo emancipado.
No sé de cual
ancestro me viene el entresijo,
la gran
facilidad de convertir miseria en felpa,
el grito
callejero de un borracho en trino de un jilguero,
el carajo del
más fuerte en motivo filosófico,
el aviso de
la televisión en un verso rápido,
la luna en un
nomeolvides,
las guerras
en sonetos con epígrafes,
y el miedo de
morir en el mismo sofá que arrellanó mi adolescencia
en un
decente matrimonio con cuatro hijos.
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