miércoles, 26 de septiembre de 2018

Deténganla hasta el alba

I
Su sombra te acaricia, le niegas tu mirada.
Esta noche te acecha con hambre de infinito
por tus ensueños ya gastados en el mundo,
con el mensaje dulce de su canción perversa.

Tiene los ojos duros y despiertos, y su vagido arrumba
en la inquietud de tus lejanos mares. Taja tu piel
de par en par a todas tus heridas.

Es una madre sin piedad: —ven, hijo, ya me tienes,

acúnate en mi seno—, con manos de cadenas y su voz
de venenosa mermelada, una madre de risa negra.

En un rincón de tu habitáculo

te revela el crepúsculo del hombre,
la oscuridad que poco a poco te atribuye,
y en su abismo recoge las mágicas enjundias de tus días.
Va llevando los muebles de la casa, la dulzura del gato,
y en la contigua habitación oxida los recuerdos.

Extenuado en la noche te somete,
y una niebla inmortal recubre tu silencio,
y quién diría que en tu alma reside ya una noche inmensa,
sin astros y colmada de misterios.

II
Ay, vida,
tiembla un poco más, muéveme, desátame
en la noche doliente, en las rosas del día,
en los pájaros de mi panorama.

No me abandones. Mi alma gime cotidianeidad,
mi sangre grita por regarte,
por el verde de las futuras primaveras,
mi sangre grita como un río,
mi sangre curso
que anhela recorrer tus prados todavía.

Soledad, Noche, Hastío: deténganla hasta el alba,

no me derrote todavía; que irrumpa por mi sangre,
que penetre mi angustia, pero haced que aguarde un poco más
en mis ojos cerrados intensamente abiertos.

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