miércoles, 9 de septiembre de 2020

Soledad de la sangre

En soledad tremenda, temerario y hambriento de coraje,
batiendo rumbos de orilla en orilla a lo largo del río,
por los senderos de la caza, demonios y depredadores,
a pie, descalzo, con sus propias armas, ajeno a los sistemas,
donde murmura el cielo a mil kilómetros del mar,
a doce mil kilómetros del mundo, contra la piel de luna derretida,
su voz de culantrillos, su verbo acústico y sonoro,
debajo de sus uñas, sobre los tallos duros de sus dedos…,
late en la tarde milenaria su sangre india en la cañada.

Solo con sus ojos de puma, con el agua y la abeja,
reconoce su voz de sonidos monteses, de sombra en la hondura del bosque;
recuerda un jazmín en la frente oscura, en el cabello oscuro.
Un lirio besa el agua en el remanso, en la espera infinita
donde el grito es memoria y es sombra de los siglos,
y el aire carga agónico sus pájaros migrantes, y el árbol llora
sus cruces deshojadas, la silenciosa resonancia de las piedras.

Solo y sin prisa, sin glorias de batallas, sin almanaque,
con la sola voz de la sangre que lo guía en la selva.

Y luego ya no está presente: se ha vuelto un canto en mi memoria,
un hombre antiguo de corazón deshabitado en el poso del día,
en la quietud sacramental de las orquídeas.

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