jueves, 31 de diciembre de 2015

Observando un árbol

Serenidad del árbol
en la noche sin brisas,
como si la muerte ejerciera
su inapelable encanto,
su dulce tentación traidora.

Etérea quietud de los follajes.
La sombra es una jaula de la luna
vacía de gorjeos.
Todo es recóndito y ausencia
en la tumba de pájaros.

Surcando el alma
ese inmóvil entorno,
aspira la absoluta calma,
la tiesa imagen árbol
y emisiones que llegan
desde la eternidad.


En el nudo de las sendas


Lógicas sensaciones (¿o acaso absurdas?)
encuentras en las sendas engañosas
(¿o pertinentes tránsitos? ¿Despierta
tu conciencia de haberte equivocado?).

Opacidades de la luna tenue
en el trayecto suave del recodo
te brindan entusiasmo; y al mismo tiempo,
el misterio de más allá de aquellos serpenteos
te llenan de inquietud,
no por temor de ser asesinado por hombres o demonios,
sino por entender
que, detrás del misterio esclarecido,
otro misterio existe, y otro, y otro,
hasta la eternidad —que lejos ya se encuentran
de los límites pobres de tu vida.

No quieres ya seguir en estas curvas,
siempre tratando de prever la recta,
pero debes seguir.
La tierra te puede lanzar su virus;
o una gruesa muchacha, su canto de sensual sirena;
o un forajido agazapado, su filoso puñal.

No quieres ya esta atmósfera vacía,
de sombras, de crepúsculos que avanzan,
de los fieles fantasmas de la luna.
No quieres ya la risa del otoño
tratando de alcanzar la ternura en el alba.

Pero debes seguir, seguir, seguir. . .
Es tiempo de infinito,
de pájaros nocturnos en jardines secretos.
Es tiempo de infinito y todavía.

Puedes sufrir la caminata, la fastidiosa caminata,
hasta que los clementes dioses trunquen tu errónea ilusión
de transitar la senda verdadera.
Ojalá en tu ventana sea la luz sobre la luz.

En tanto tú, le pides al cielo que duerme:
“¡tengan piedad de mí,
vengan en mi socorro,
no me dejen flaquear,
ayúdenme a seguir!”

martes, 22 de diciembre de 2015

Razonando con mi descuido




Sé que estoy en el callejón sin salida del unicornio azul,
y todo lo que digo ya lo he dicho cientos de veces.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Elegía para un hombre bueno

Elegía para un hombre bueno
                                                                                                       A Ricard Monforte Vidal (+)


En la garganta, el nudo,
con fuerza, para siempre está apretado.
Su silencio provoca ingentes lágrimas,
sacude nuestras vidas.
Su imagen llama en el presente afónico;
la memoria prescinde de sus velos:
estampida de angustia insuperable
recorrerá nuestras sensibles venas.

Velando el foro oscuro,
ahora entorno frío,
la visión de su estampa 
de hombre magnánimo,
su final fulminante,
aumenta la terrible pena,
y hace sufrir el ser entero
en lágrima de adiós, muda y consciente.

Volverás a la vida, honorable maestro,
mil veces, pues, en las arenas,
aunque perdidos de tu voz,
como celeste cuadro,
verán nuestras miradas anhelantes
cálidos espejismos,
sublimes enseñanzas tuyas,
agudos pensamientos,
luces que estallarán intensas en la mente.

Si hemos omitido
gratitudes por causa de torpezas,
hoy el espíritu solloza aquellas sombras,
y clama que el afecto perdurable
de tu partida nos consuele.



sábado, 5 de diciembre de 2015

El vuelo irrefrenable


El ave no desprende la tristeza
para volar la ruta milenaria.
Surcará con su instinto
de alturas emigrantes este día;
y mañana tal vez será
graznido excelso, canto y alboroto,
sobre un trémulo gajo en la laguna.

Quizá sonría el corazón de nubes
y enardezca de música el estío.

No pretende el adiós en la ventana,
ni aquellos gritos hondos, dolores de volcanes,
que nacen de la inquina a su plumaje.

Quiere seguir las voces misteriosas
en las honduras cálidas,
para observar sobre su pecho antiguo
el brote de la sangre
sobre su corazón abierto,
llevando el sueño en paz consigo misma
y con la noche.

Así, pues, suéltale las alas,
y deja que las horas se aturdan de su nombre,
que te prometa albores, perfume de la rosa
en sus jardines mudos; que me prometa amarte
como flecha clavándose en tu lecho.

¿No ves que el ave grita el tiempo helado?
¿No ves, cercana a tu silencio,
urgida de su vuelo irrefrenable,
saciando ya de ruegos tus oídos?

Quiere partir,
quiere sentir el vuelo,
pues solloza en la torre de mi súplica
no haber volado todavía.